EL COMPÁS 888
El vecino de al lado golpea en la pared con una pesada insistencia, para protestar por el ruido que estoy produciendo. Yo soy el percusionista de una orquesta sinfónica desde hace siete años, plaza que gané por oposición, aunque debo confesar que la percusión nunca me interesó demasiado pero terminé allí por circunstancias que más tarde explicaré.
Ahora estoy ensayando una nueva obra que vamos a estrenar, con las partes de caja, xilófono y timbales. Repito una y otra vez las partes más comprometidas de la obra por lo tanto hago bastante ruido así que comprendo la protesta del vecino, pero me da igual, porque él es un pesado con la televisión siempre a tope debido a la sordera de su edad, así que se aguante.
Esta partitura que voy a tocar es la más importante de mi vida y les voy a explicar a ustedes por qué.
Al año siguiente de aprobar la plaza de percusionista, me casé con Matilde, mi mujer actual. Fue una boda de esas... que yo denominaría de aburrimiento, es decir, que uno cuando tiene ya una edad y todos sus amigos están casados y en casa tu madre no para de preguntarte siempre sobre lo mismo, a uno le entra la necesidad de cerrar ese tema pendiente en la vida. Así que no me fue difícil encontrar una mujer que quisiera casarse con un funcionario musical que tenía el sustento seguro.
Matilde siempre ha trabajado de dependienta en unos grandes almacenes. Cumplidora en su trabajo, aunque un tanto desordenada en las labores del hogar; sin embargo, tiene un problema que es su necesidad de aparentar lo que no somos y querer ser siempre el centro de atención en todos los sitios. Viste de forma extremada para hacerse notar y a mí me molesta hasta cierto punto, porque yo no quiero ser el centro de atención, lo que nos provoca no pocas discusiones.
El año pasado se retiró nuestro director titular y en su sustitución contrataron a uno nuevo, un tanto madurito que sobrepasa los cincuenta, llamado Ángel Lomas. Este individuo es el prototipo de director estirado que se piensa que es Kleiber o Abbado y que con su presencia la orquesta tomará un nuevo rumbo. Durante siglos se ha interpretado música para orquesta sin necesidad de director, hasta que llegó el siglo XIX, por lo tanto el papel del director puede ser discutido y discutible.
Ustedes se preguntarán porque muestro tanta hostilidad hacia él, pues se lo voy a decir: primero como músico no vale gran cosa, encima es un engreído y me cae fatal. Como hombre, me siento humillado y ultrajado porque me hace la vida imposible y se acuesta con mi mujer.
En la primera cena que tuvimos con toda la orquesta con motivo de la despedida del antiguo director y la llegada del nuevo, mi mujer viendo que era el centro de toda la atención, enseguida se le presentó y estuvo muy complaciente con Ángel toda la noche. Ella se puso un vestido rojo con un gran escote, que por supuesto llamaba la atención, y no pasó desapercibida para él ni para el resto de los músicos de la orquesta.
-“¡Sanchís, tu mujer parece que hace buenas migas con el nuevo director!- me comentaron algunos compañeros y aquello empezaba a molestarme. Unas semanas más tarde invitó a unos cuantos miembros de la orquesta con sus mujeres a una fiesta que Angel daba en su casa y otra vez se repitió el mismo espectáculo pero esta vez un poco más descarado.
Tuve una conversación con mi mujer para mostrarle mi descontento por su actitud, pero ella enseguida me recriminó que aquel tipo de celos le parecían ridículos y que en el fondo yo tenía envidia porque era un simple percusionista y él un gran director. Mira que sabrá ésta si en su vida le ha interesado la música culta y además dice que le aburre.
Debo reconocer que con lo de un “simple percusionista” tenía razón. Como he dicho anteriormente el que yo sea un percusionista fue una cuestión del destino. Yo de joven había empezado a estudiar la trompeta, tenía buenas cualidades para el instrumento y obtenía las calificaciones más altas. El último año de carrera conseguí una beca para ir a estudiar a París, pero un estúpido accidente truncó mi estudios. Una mañana cuando me dirigía al conservatorio con mi bicicleta tuve que esquivar a una anciana que se puso a cruzar la calle, al realizar un giro brusco, fui a chocar con la acera y al caerme me golpeé en la boca con el bordillo de la acera. Aquello que parecía un accidente sin importancia, fue horrible para mí, puesto que se me rompieron las dos palas de la boca, los dientes principales que más se ven y que más necesito. Tuvieron que realizarme un implante y a partir de aquel día ya no pude tocar la trompeta al mismo nivel porque al oprimir la boquilla contra mis labios, ya no tenía la misma presión para poder emitir las notas agudas.
Estuve traumatizado durante varios meses sin saber qué camino tomar. Habían sido muchos años de estudios en el conservatorio y ahora tenía que plantearme abandonar la música o buscar una salida escogiendo otro instrumento. Tomé la dolorosa decisión de pasarme a la percusión, porque era lo más asequible en aquellas circunstancias. Digo dolorosa, porque los instrumentos de percusión ocupan, aunque digan lo contrario, un lugar inferior en la jerarquía de la orquesta. Están allá arriba alejados del director y lo peor de todo para mí, sin intervenir en la melodía ni la armonía de las obras. Con lo que me gustaba tocar aquellas espléndidas intervenciones en las oberturas de Tchaikovski, en las sinfonías de Mahler o de Bruckner, donde a veces el director en los aplausos nos hacía levantar para que se reconociera nuestro trabajo. ¿Alguien ha visto a un director que vaya a saludar a algún músico de la percusión...?, pues eso.
Ser un músico percusionista no me ha traído nada más que humillaciones, sinsabores en la vida y también, porqué no decirlo, incomprensión con las mujeres.
Mi primer amor de la adolescencia y en realidad de mi vida fue Carmen. La conocí en los pasillos del conservatorio porque su clase estaba cerca de la mía, recuerdo la primera vez que hablé con ella cuando estaba sentada en un banco cambiando una cuerda de su violín. Llevaba una blusa roja y unos ceñidos vaqueros, iba escasamente maquillada y aún así estaba deslumbrante. Me senté a su lado y me dirigió una leve sonrisa.
- ¿Como te llamas?-me preguntó.
- Antonio Sanchís, ¿y tú?
- Carmen Subías.
- ¿Qué estudias?- dijo ella.
- Percusión. Y le solté todo el rollo de mi accidente.
Nos hicimos muy amigos y todos los días quedábamos al salir de clase. Un día ella me invitó a su casa, porque sus padres habían salido de viaje. Debo confesar que era la primera vez que salía con una chica y sentía cierta inquietud por lo que pudiera pasar. En el salón de su casa bebimos cerveza y ella me besó. Digo ella, porque yo me sentía confuso y era incapaz de tomar la iniciativa, después me enseñó su habitación. Allí se sacó la camiseta y a continuación el sujetador. Yo notaba como mi pene se inflamaba, ella desabrochó mis pantalones y me abrazó. Al sentir el contacto de sus senos duros contra mi pecho noté una fuerte erección. Nos desnudamos completamente y al acostarnos en la cama, cuando ella empezó a besarme, no pude contenerme y eyaculé varias veces con fuerza sobre su vientre. Nunca me había sentido tan agobiado. Ella cogió unos pañuelos que había sobre la mesilla y limpiándose dijo- “ No te preocupes, la próxima vez saldrá mejor”. Debo confesar, que efectivamente después las cosas nos fueron mucho mejor, cuando todas las semanas íbamos dos o tres veces al piso de mi amigo el clarinetista.
Meses más tarde dejamos de salir, lo que atribuyo al hecho de ser percusionista. Me explico. En el plano musical, nunca podíamos coincidir puesto que no hay obras escritas para violín y percusión. Ella empezó a preparar unos conciertos de música de cámara y ensayaba con un joven pianista que le había asignado su profesor. Los ensayos cada vez eran más frecuentes y ocurrió lo que yo intuía; que acabaría enamorándose del pianista. Repito que la percusión no me ha traído nada más que desgracias en esta vida.
Ahora mi mujer volvía a recordarme que soy un músico insignificante dentro de la orquesta marcando la distancia que había entre el director y yo en el plano musical y tenía razón. Había empezado a odiar a aquel imbécil de director y no sólo por el affaire con mi mujer sino porque era un incompetente y todos los ensayos buscaba escusas para denigrarme delante de todos. En la orquesta no era el único que pensaba así. Cuando se estrenó con la orquesta, programó la tercera sinfonía de Mahler, nosotros le dejábamos gesticular y hacer todos lo movimientos que quería pero en realidad nadie le hacía el menor caso, todos tocamos la sinfonía como la habíamos trabajado con el antiguo director, aunque él pensaba que había logrado una nueva versión... ¡pobre!.
Una tarde, cuando volvía de comprarme unas baquetas nuevas recibí un mensaje en el móvil de mi amigo el clarinetista. “He visto entrar a tu mujer sola en casa del director hace unos quince minutos”. No sabía qué hacer ni qué dirección tomar, estuve pensando que tal vez antes de tomar una decisión radical, debía mantener una apariencia de normalidad total, para elaborar una acción hacia aquel tipo. Mi relación con Matilde era la habitual, es más, me esforcé por parecer más amable y complaciente hasta que ideé el clásico plan del viaje inesperado. Le dije a mi mujer que el próximo fin de semana iba a asistir a un congreso de percusionistas y que estaba muy interesado, porque deseaba presentar una ponencia. Ella lo vio bien y me dijo que eso me daría prestigio entre los compañeros.
Monté la guardia y pude comprobar como el sábado por la mañana Ángel entró en mi casa y no salió en todo el día. Estuve analizando cual sería mi acción, al final opté por aplazar el tema y buscar algo distinto al desenlace clásico (marido mata al amante de su mujer). En realidad, aunque parezca sorprendente, el que Matilde me pusiera los cuernos con aquel idiota, no me producía una sensación de frustración o ira contra ella, la ira era hacia él. Así que pensé que ya se me ocurriría algo. Y tanto que se me ocurrió, fue una idea genial que me apareció durante un ensayo.
Para aquellas navidades el delegado de cultura había encargado la composición de una gran sinfonía a un joven compositor de la ciudad, con motivo del homenaje que se le rendiría al ministro de economía, oriundo de nuestra ciudad. La obra era la típica música contemporánea insufrible, esa música que no pasa de ser pura especulación sonora que no ofrece nada, más allá de la psicología del compositor que la ha escrito. Al público le resulta totalmente indiferente porque carece de los supuestos códigos del “artista”, vamos… una memez. Posiblemente, a estos compositores de ahora, lo que les pasa es que no tienen nada que comunicar, porque están desposeídos del más mínimo sentido del discurso musical.
Yo sabía que el director llevaba un marcapasos, debido a varios pequeños infartos que había tenido, y observé que en casi todos los conciertos tomaba una pastilla antes de salir al escenario. Él decía que eran metabloqueantes para contrarrestar la tensión de la dirección. Como he dicho, la idea me surgió una mañana en el ensayo de la sinfonía que íbamos a estrenar. Fue en el momento que me dijo:
-“¡Señor Sanchís!. Usted hace años que sabe leer música y está claro que las síncopas del compás 888 no se ha enterado que deben ser en fortísimo, debe saber que es el punto culminante, donde la obra da el giro radical para iniciar la coda final de la partitura y todos los músicos de la orquesta necesitan oirlos. Así que ponga usted máxima atención y todo el énfasis posible en esos golpes.”
El plan era sencillo, aquellos golpes vitales le iban a hacer sufrir lo indecible a su marcapasos, porque yo voy a desaparecer del escenario.
La percusión se sitúa en la parte superior de las gradas del escenario del lado izquierdo. Allí hay una pequeña puerta que baja a los camerinos y la cafetería y por ahí es por donde me voy a largar.
Yo me he grabado la obra, la he estudiado en profundidad para tener claros todos los compases de espera que tengo en el tercer movimiento de la sinfonía, hasta mi intervención del compás 888.
El día del estreno la sala de conciertos estaba al completo. En las primeras filas había varios ministros y autoridades locales junto a las cámaras de televisión y prensa en un ambiente de gran expectación. A Ángel se le veía muy nervioso, no paraba de dar vueltas entre los músicos pidiendo una buena afinación de los instrumentos. Observé que esta vez no tomaba una pastilla sino dos. Una vez estábamos en el escenario se apagaron las luces y comenzamos la sinfonía. La interpretación estaba siendo pasable, aunque el director estaba sudando de una forma inusual, cuando nos acercamos hacia el final de la partitura llegó el momento de marcharme. Salí del escenario en el compás 838 y todavía faltaban 50 compases hasta el 888. Bajé las escaleras tranquilamente y me fui a la cafetería. El director aún tardó varios compases en darse cuenta de que yo no estaba en el escenario.
Me senté en la barra de la cafetería frente a la gran pantalla de televisión donde se estaba retransmitiendo el concierto. Al observar la cara de sufrimiento del director noté un sentimiento agradable…como gozamos cuando se castiga a otro, este es un bocado sabroso porque me hizo sentir muy superior al castigado.
A Ángel se le transformó la cara, sus movimientos eran imprecisos y los músicos empezaron a alarmarse porque algo estaba sucediendo. Nadie en la orquesta sabía que yo no estaba en el escenario, puesto que estamos a la espalda de los músicos.
Mi conocimiento de la partitura me permitía ir contando los compases de espera. Le dije al camarero: “ ¡Un café sólo, largo!. 847” cuando me lo sirvió el camarero dijo - “Con azúcar o sacarina” - “con azúcar 864. Tome el café lentamente saboreándolo y lo encontré delicioso, supongo que la cara mortificada del director contribuía a ese deleite.
Se apreciaba que en el escenario las cosas iban de mal en peor, la partitura se estaba desmoronando, aunque como es contemporánea nadie se entera. Los vientos entraban a destiempo y las cuerdas navegaban por los pentagramas descontroladas. Al director se le veía fuera de sus casillas intentado controlar todo el desbarajuste, su rostro estaba pálido y desencajado, ya nadie le hacía caso a las entradas que marcaba porque su mirada estaba todo el rato en la parte superior del escenario. -”Que se debe” 879. “Uno ochenta” Busco entre los distintos bolsillos y le doy dos euros -”Quédese con el cambio, 884” . Subo las escaleras lentamente y contando los cuatro compases que faltaban. En el compás 887 aparezco en el escenario, la mirada del director era el reflejo de su angustia interior y, a la vez, del pánico que sentía en ese momento. Cojo las baquetas de los timbales y golpeo con todas mis fuerzas. En ese instante todos los músicos de la orquesta supieron donde se encontraban. A partir de entonces, se restableció el orden sonoro, bueno…es un decir, y concluimos la partitura, que era la misión principal para la orquesta.
Lo que vino a continuación podemos describirlo como dos estados emocionales totalmente contrapuestos: el de Ángel Lomas, el director al borde del espasmo y el de Antonio Sanchís, el percusionista, gozando del momento. El director tuvo que apoyarse en el atril y escasamente pudo girarse para agradecer los aplausos, cosa muy extraña en él, con lo que le gustaba hacerse notar y convertirse en el auténtico anfitrión. La cara que mostraba no presagiaba nada bueno, se retiró al camerino y no volvió a salir al escenario, hecho inusual y que se consideraba una falta de respeto hacia el público que seguía aplaudiendo.
En cambio yo, de forma inesperada tuve mi momento de gloria, me convertí en el protagonista gracias a la orquesta. Cuando se produjo la cadencia final y se iniciaron los aplausos del público, la orquesta al completo se puso en pie y señalándome se pusieron todos a aplaudirme. El público miraba perplejo sin comprender lo que pasaba. El director había abandonado el escenario y los músicos ovacionaban al percusionista de la orquesta. La orquesta interpretó que gracias a mi actuación en el compás 888 la composición pudo llegar a buen puerto, porque todos se temían lo peor, es decir, que no hubieran podido terminarla, lo cual hubiera sido un auténtico escándalo.
El director fue ingresado en el hospital esa misma tarde con un fuerte dolor en el pecho, y pocas horas más tarde murió.
¡Fue un crimen perfecto!
Estadilla (Huesca) 2007